Hola amigos,
Me lo pasa Manuel Paniagua Sánchez, el aguador del Salto. Espero que os guste.
OJOS DE ÁMBAR
El niño lloraba de miedo, mientras azuzaba con las piernecillas su montura. El asno, derrengado tras una jornada de duro trabajo, apenas podía mantener, a trompicones, un breve trotecillo, insuficiente para calmar la impaciencia del niño, que no veía el momento de terminar de atravesar la dehesa. Lo animaba insistentemente, chasqueaba la lengua y unas veces lo llenaba de lisonjas y otras, perdida la paciencia, lo insultaba, pero el asno no podía dar más de sí y el chiquillo temía que en cualquier momento se desplomara exhausto.
Todos los días había de someterse a la misma prueba. Todos los días debía llevar el almuerzo y el agua a los hombres que trabajaban en la construcción del pantano, que, según se decía, supondría una bendición para las sedientas tierras, pero eso sucedería después de muchos días como ése, después de muchos meses de cabalgar sobre el burro, siempre acompañado por el miedo. Todos los hombres jóvenes del pueblo habían sido contratados para llevar a cabo ese ambicioso proyecto, y las mujeres y los viejos hubieron de dedicarse a arrancar de los huertos el sustento, tan humilde como indispensable. En familias como la de Tomás, en la que todos los adultos trabajaban, las responsabilidades y la obligación de contribuir a la economía familiar llegaron a los niños antes de tiempo. Abandonaron los bancos de la escuela y los mudaron por las trillas en las eras, el acarreo de calderos con pienso para los cerdos, o, como le sucedía a Tomás, el transporte de víveres para el enjambre de hombres sudorosos que se esforzaban por ganar un magro jornal con que aliviar su miseria.
Por la mañana, Tomás, con las alforjas repletas, salía del pueblo rumbo al pantano y procuraba esquivar los lugares cuyos nombres avisaban del peligro implícito en ellos: el recodo del diablo, el cancho de los despeñados y, sobre todos ellos, la lobera. Porque a Tomás no le asustaban los aparecidos, ni las almas en pena, de los que tantas historias contaban una y otra vez sus abuelas, historias cada vez más truculentas, con ánimo de aterrorizar a los chiquillos que se apiñaban, absortos, en torno a ellas. Por no temer, Tomás tampoco temía al diablo, aunque se cuidaba bien de que el don Senén, el cura, se enterara de ello. Tomás se decía que él sabría espantarlo a pedradas si alguna vez se le presentaba bajo la forma de un macho cabrío. Y, si lo hacía transmutado en una hermosa mujer, le aplicaría el mismo tratamiento, porque a él, todavía, las cosas del sexo no le atraían.
A lo que sí temía Tomás era a los lobos, que no eran potenciales peligros espectrales, sino amenazas reales. Y en la dehesa, el camino que Tomás recorría cada día, los había. Habitualmente, se refugiaban en los montes, lejos de sus enemigos, los hombres, pero cuando el hambre los acuciaba, o cuando tenían que alimentar a sus cachorros hambrientos, olvidaban toda precaución y se aventuraban hasta las inmediaciones de los pueblos, donde no dudaban en matar ovejas, gallinas e incluso, según se decía, a las personas, y no sólo a niños que se hubieran escabullido fuera de sus casas para ir a jugar, sino a hombres fornidos, porque los lobos (bien lo sabía Tomás por las historias que tantas veces le contaron al amor de la lumbre) parecen tener la inteligencia de los humanos y saben que uno a uno poco tienen que hacer ante enemigos fuertes, y por eso atacan en manada. Primero siguen a su presa sigilosamente, y luego se van sumando otros al cerco, poco a poco, para no asustarla, escondiéndose tras las altas jaras y retamas que bordean el sendero, y sólo cuando han cerrado el círculo se hacen visibles, tensos, erizadas sus pieles grisáceas, mostrando los dientes amenazadores. Y matan al desventurado caminante y lo despedazan y se reparten sus restos como una cuadrilla bien avenida. Y por eso los hombres odiaban a los lobos, porque de ellos nada bueno podía esperarse y quien jamás había visto uno vivo se consideraba afortunado, y a los niños se los presentaban como perros monstruosos, casi deformes , diabólicos.
Todo esto Tomás lo sabía, y el miedo crecía dentro de él día a día. Era demasiado pequeño para saber bien qué era la muerte, pero estaba bien seguro de que le repugnaba sufrir un fin tan ignominioso, habitual entre las bestias, pero indigno de un cristiano como él. Pese a ello, Tomás se guardaba los miedos, porque sabía que la miseria rondaba a su familia, y su padre y sus hermanos se esforzaban por llevar jornales a casa y nadie podía desempeñar su tarea. Así que cada mañana Tomás se sorbía las lágrimas y atravesaba la dehesa en su pollino, sin dejar de otear en todas direcciones, como una veleta que se hubiera vuelto loca.
Lo peor era el regreso. En verano, con los atardeceres que parecían eternizarse, el chiquillo incluso se deleitaba con el cielo que unas veces se tornaba rojo, algunas, naranja y otras de un color tan rosado como las mejillas de las mozas del pueblo cuando sus enamorados les dedicaban un piropo picante. Pero apenas asomaba el otoño, los miedos de Tomás crecían al mismo ritmo al que la luz del día menguaba. Siempre regresaba ya cerrada la noche y tras cada árbol, cada matorral, temía descubrir el brillo r de los ojos del lobo. Porque lo más peligroso del lobo son sus ojos, le contaron los hombres del pueblo, que miran fijamente y te hechizan, como hacen las serpientes con los ratones o los pajarillos. Así que se envolvía la cabeza en la gastada manta que le cubría y miraba en torno suyo de reojo, para que, en caso de encontrarse con el lobo, le diera tiempo de apartar la mirada y emprender la huida.
Una de esas noches frías, casi terminado el invierno, al regresar a su casa, mientras se sentaba junto a la lumbre y, con un suspiro de alivio, aspiraba el aroma de una sopa de tomate, llamó a la puerta un vecino, que tomó asiento junto a él y comenzó a desgranar las noticias frescas que portaba. Lo hacía parsimoniosamente, consciente de su importancia y de que disponía de un auditorio pendiente de cada una de sus palabras. Contó, con todo lujo de detalles, que otro vecino, a su vez, le había contado algo que había ocurrido hacía pocos días en un pueblo no demasiado lejano. Resultaba que un músico ambulante llegó a ese pueblo y, tras hacer unas actuaciones y recaudar lo que los vecinos buenamente pudieron darle, anunció en la taberna que partía de inmediato hacia otro pueblo. Como ya estaba cayendo la tarde, le aconsejaron que esperara hasta que amaneciera para emprender el viaje, porque la noche es tiempo de lobos, y siempre encontraría acomodo en casa de alguna alma caritativa o, en el peor de los casos, en un pajar, pero, por más que insistieron, no lograron disuadirle: alegaba que el pueblo estaba lejos y que ya tenía apalabrada la actuación para el día siguiente. Así que el músico emprendió el camino, mientras los lugareños se decían, entre trago y trago del áspero pitarra, que estaban seguros de que no volverían a verlo con vida.
El músico inició el camino y, cuando cayó la noche, se alumbró con un farol. Llevaba un buen rato andando, cuando advirtió, tras él, unos pasos furtivos. Giró la cabeza y el farol reflejó, casi a su lado, los ojos de un lobo. Pese al terror que le invadió, logró mantener el paso, como si no hubiera reparado en su presencia, pero, poco después, al inicial rumor de esos pasos se sumaron otros. Y otros. Y al músico se le escapó el instrumento (el narrador no recordaba bien de qué instrumento se trataba), que al dar con el suelo emitió un sonido melodioso, y los lobos, que ya estaban cercando al músico, se detuvieron como si se hubieran convertido en figuras de cera. El músico tuvo la suficiente serenidad para ponerse a tocar, mientras continuaba su camino y durante horas fue seguido por el auditorio más inesperado y embelesado que había tenido en toda su vida.
Cuando el vecino concluyó su narración, a Tomás se le había olvidado la sopa. El resto de la concurrencia asaeteó al hombre con preguntas, querían más detalles, pero él sólo pudo aportar el de que el músico llegó a su destino sano y salvo. Durante un buen rato, unos se alegraron del final feliz de la historia, mientras otros censuraban la falta de sensatez del músico, y todos coincidían en que debía de ser forastero y venir de muy lejos para desdeñar el peligro que representan los omnipresentes lobos.
Esa noche, a Tomás le costó mucho dormirse, y despertó al día siguiente con fiebre, pero, según su costumbre, nada dijo a su madre, se bebió el tazón de lecha casi ardiendo y emprendió su diario viacrucis con el sentimiento de resignación con el que una res es conducida al matadero. Durante el regreso, aún le zumbaba dentro de la cabeza la historia del músico, como un moscardón imposible de espantar, y siguió molestándole, inmisericorde, durante semanas y semanas.
Los días comenzaron a alargarse y el miedo de Tomás menguaba, como si estuviera cosido a las tinieblas. Uno de esos días, regresaba tarde, porque un cántaro se había roto y hubo que buscar otro para que lo reemplazara al día siguiente. La luna llena, semioculta por nubes grisáceas, lanzaba rayos caprichosos que sumergían la dehesa en una mágica luz lechosa. Divisaba ya, a lo lejos, las luces del pueblo, cuando uno de esos rayos hizo brillar, entre las ramas peladas de las jaras, dos óvalos de ámbar. Y Tomás supo que le había alcanzado lo que tanto temía.
Al otro lado del camino, los óvalos de brillante ámbar fueron dos más. El asno dio un respingo de terror y quedó inmóvil, paralizado. Pero Tomás, sorprendentemente, ya no tenía miedo. Dedicó unas cuantas palabras de ánimo al burro y lo espoleó hasta que, renuente, reanudó la marcha. Y él comenzó a cantar. Lo hacía fuerte, decidido, sin que le temblara la voz. Y cantó todas las canciones de su pueblo, todas las jotas, incluso las nanas que recordaba por haber oído a su madre cantárselas a sus hermanas pequeñas. Cantó a voz en cuello, esforzándose por dar lo mejor de sí, como si se encontrara frente a un exigente auditorio. Y al tiempo, tenía conciencia de los cuatro bellísimos ojos dorados que le flanqueaban por el camino, y del hermoso pelaje grisáceo moteado de los animales que entreveía de vez en cuando, y que desaparecieron en la oscuridad cuando el asno alcanzó las primeras casas del pueblo.
Antes de entrar en la casa, Tomás metió el burro en la cuadra, le dio de comer y de beber, y lo acarició un buen rato para que se calmara. Después, se sentó junto a la lumbre y relató, sereno, lo que le había ocurrido. A la mañana siguiente, parte de los hombres del pueblo que colaboraban en la construcción del pantano, no acudieron al trabajo. Tomás, indirectamente, era el responsable. Por él sabían que los lobos se habían acercado demasiado al pueblo, y organizaron una batida. Esa misma noche, los cazadores amontonaron en la plaza del pueblo, triunfantes, los cadáveres ensangrentados de una veintena de lobos y de varios lobeznos, algunos de los cuales apenas debían de haber comenzado a abrir los ojos. Tomás sintió curiosidad por saber si los ojos de esos desdichados cachorros eran tan hermosos como los de sus padres, pero no se atrevió a comprobarlo, seguro de que su apreciación de la belleza de los enemigos le traería problemas entre aquella tropa, exultante tras su jornada de exterminio.
Durante el resto del año, los lobos no volvieron a aparecer. Tomás reanudó su trabajo. Ya no giraba la cabeza como una veleta loca.
Al final del invierno siguiente, algunos caminantes aseguraron haber oído aullidos que bajaban del monte. Una noche, Tomás percibió entre los matorrales unos reflejos dorados que le trajeron a la memoria su aventura. Y como hiciera entonces, Tomás cantó, y escoltado por unas sombras silenciosas, llegó hasta su pueblo. Y como no hiciera entonces, guardó silencio.
Tomás abandonó pronto el pueblo, como muchos de sus amigos, de sus primos, de sus hermanos, y enlazó unos trabajos con otros en lugares muy lejanos. Cuando regresó, años más tarde, todo había cambiado. El pantano había convertido las yermas tierras en fértiles cultivos y quedaban mozos que no tuvieron que emigrar. Ya ningún niño tenía que atravesar la dehesa para abastecer a los trabajadores. Su vida era dura y carecían de muchas cosas, pero al menos no debían sufrir el miedo que a él le asfixió durante tanto tiempo. Porque tampoco había lobos. Los hombres habían vencido. Las escopetas y las azadas los empujaron hasta las cumbres más escarpadas de las lejanas sierras. Ahora, los niños jugaban despreocupados en el recodo del diablo, en el cancho de los despeñados e incluso en la lobera, cuyo nombre ya no sabían a qué era debido.
Tomás recorrió pausadamente el camino que tantas veces hizo a toda prisa, con el corazón a punto de estallarle de terror. Con la mano metida en el bolsillo del pantalón, acariciaba mecánicamente una cuenta oval de ámbar que desde hacía muchos años llevaba sujeta a su llavero. Y al llegar a la lobera, se puso a cantar. A sus antiguos enemigos. A sus hermosos ojos de ámbar. A su juventud y a su miseria, que se fueron con ellos.
Isabel García Escudero