En la Cuenca minera, donde vivo ahora, las florecientes escombreras de acacias, también relucen a través del incipiente verano, vestidas de blanco níveo cual Valle del Jerte pero sin futuras cerezas. Era por este mismo mes de mayo, en que llevaban reluciendo los espinos blancos desde bien entrada la primavera, cuando los niños y niñas de los poblados cantábamos todas las canciones marianas de la época, entremezclando nuestras voces con los trinos de los pajarillos que se acercaban a la escuela. De algún modo extraño percibo esas voces fantasmagóricas, amables protectoras, cómo un mojón que marca el comienzo y paulatinamente va dejando constancia de la distancia recorrida, es, cómo si dado el tiempo suficiente, los recuerdos se ordenaran dando sentido a cualquier combinación de palabras. Vuelve la luz a los oscuros años olvidados de la infancia, porque en la oscuridad siempre brilla alguna luz y cómo ya apuntase Parménides “Igual me es todo punto de partida, pues he de volver a él.”
¡¡¡Mamá, mamá, tenemos que llevar flores a la escuela!! Ya tenía otra oportunidad de andar por el monte en busca de ese ramito de florecillas silvestres para llevar a la escuela
Venid y vamos todos con flores a porfía,
con flores a María, que Madre nuestra es (bis).
De nuevo aquí nos tienes, purísima doncella,
más que la luna, bella, postrados a tus pies.
Venimos a ofrecerte las flores de este suelo,
con cuánto amor y anhelo, Señora, tú lo ves.
Por ellas te rogamos, si cándidas te placen,
las que en la gloria nacen, en cambio, tú nos des.
Pero un día como hoy 13 de mayo nos tocaba recordar a los tres pastorcillos que nada tenían que ver con aquellos adoradores de la Natividad.
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